Volaba por el espacio
confundido con una hoja de periódico; se fue a posar en la cabeza de una
anciana que entraba en la iglesia que se distraía leyendo la frase “para hablar
con Dios no hace falta el móvil”. A la salida del culto, un remolino le hizo
recuperar el vuelo y se lanzó a la aventura junto con una bolsa del Lidl. Se
alejó por tejados y azoteas descendiendo suave hasta posarse en el tocado de
una novia, que salía del coche nupcial para iniciar la sesión de fotos en el
parque. La emoción del momento le hizo pasar desapercibido, ni el novio ─que se
fundía ojos con ojos─, ni el fotógrafo ─que preparaba el teleobjetivo─, se
dieron cuenta de la llegada del intruso, hasta que la madre (de la novia), se
percató del evento, lo estrujó entre sus manos y lo lanzó todo lo lejos que
pudo; quedó prendido entre las ramas de un paraíso hasta que un día ─como si
nada─, cuando pasaba por debajo del árbol Aziza, cayó sobre su hombro
acariciándole suave el rostro.
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